Empieza nuestra tercera semana de cuarentena, y hay sobre todo una cosa que se me ha hecho más evidente: la falta de música. En estos años en Polonia he vivido en 5 o 6 casas diferentes, o más bien departamentos. Es decir, que desde que vivo aquí he tenido siempre vecinos al otro lado de mis paredes, y arriba y abajo. La falta de interacción entre vecinos es algo que se nota de inmediato, sobre todo si vienes de un país latinoamericano; mis estudiantes y amigos polacos me lo han confirmado muchas veces: casi nunca se conoce a los vecinos, ni sus nombres, ni sus historias. Se interactúa poco con ellos en general. Hubo vecinos que jamás me respondieron el dzień dobry (buenos días) que yo les decía al encontrármelos en las escaleras; si acaso un leve gruñido o un ligero movimiento de cabeza.

Uno va entendiendo que así es el carácter de muchos polacos, y ni hablar, uno decide también si después de algunos años continúa saludando a todo el mundo (no solo a los vecinos sino a los empleados de las tiendas, a los meseros en los restaurantes, a las empleadas de las oficinas de gobierno) o si en cambio es mejor adoptar también ese gruñido eslavo y ahorrarse saludos que no te van a devolver.

Sin embargo, como digo, es el silencio vecinal lo que se me ha hecho mucho más evidente –y pesado- en estas dos semanas de encierro casi total. A pesar de vivir en un edificio y rodeado por otros tantos llenos de departamentos, los días pasan en total silencio. No se escuchan voces, nadie ríe ni grita, nadie canta, nadie escucha música.

Lo he platicado con un par de amigos latinoamericanos (colombiano y chileno) y lo confirmamos con tristeza: a esto le falta música. Coincidimos también en que nosotros crecimos entre el escándalo que caracteriza a las ciudades del otro lado del charco. Además del claxon de los coches, hubo siempre toda clase de ruidos: ladridos de algún perro –callejero o de un vecino-, gritos de niños jugando o de madres llamándolos, vendedores gritando o con alguna grabación, una televisión a todo volumen que nos permitía enterarnos, desde nuestra casa, de la trama de la novela o del marcador de un partido. Pero sobre todo, hubo siempre música.

Yo crecí, como millones de niños de allá, del otro lado del charco, escuchando a mi madre cantar. Creo que no hubo un día en que ella no lavara la ropa sin cantar. Cantaba a todas horas, cuando cocinaba, cuando tendía la ropa, cuando nos llevaba en el carro a la escuela, con música de fondo o a capella. Y yo me aprendí todos los boleros de Los Panchos y de Julio Jaramillo solo de escucharla. Muchas veces he escuchado una canción y me he dado cuenta de que ya la conocía en voz de mi madre. O de alguna vecina, porque mi madre no era la única. Cantaba la vecina, cantaba el señor que lavaba los coches en mi cuadra, cantaba la señora del transporte escolar, sonaban a todo volumen los discos de mis hermanas desde su cuarto. Sonaba siempre alguna música desde alguna casa, o desde varias al mismo tiempo. Ya en la universidad, cuando vivía solo, también hubo siempre música: de mi casera que vivía al lado, de la radio del mecánico, de los  güeyes que caguameaban en la banqueta de enfrente.

No siempre fue agradable, por supuesto. La música que escuchábamos dependía de los gustos de los vecinos: yo descubrí los boleros y la salsa gracias a algún vecino, pero también tuve que escuchar cientos de canciones de banda, duranguense y quebraditas, que hasta la fecha me sé de memoria. Ni modo. Esa es más o menos la lógica que impera en nuestros países: si un vecino tiene fiesta, te chingas, sabes que pasarás la noche sin dormir, que él o ella están en su casa y que pueden reventar las bocinas si quieren, que no se puede hacer una fiesta con la música bajita, y que algún día tú harás también una fiesta y ellos no te reclamarán (lo más probable).

Esa lógica latinoamericana no funciona en Polonia. Aquí, por ley, después de las 10 pm se acaba la música, pues un vecino puede llamar a la policía y vendrán a tu casa. Todo polaco sabe que si hace una fiesta en su casa, a las 10 pm hay que irse y continuarla en algún bar. ¿Exagerado? Depende de si le preguntas a un suizo o a un cubano. Pero ni hablar, así es aquí, y uno se aguanta.

Sin embargo es durante el día cuando más pesa ese silencio. Uno ve los incontables videos de españoles o italianos (¿latinos, al fin y al cabo?) que, durante esta cuarentena, salen a los balcones y cantan, tocan, juegan al bingo o al veo veo de un edificio al otro, improvisan una banda con un integrante en cada ventana. Aquí eso es casi impensable; un par de videos de un polaco tocando en su balcón –que resulta que es cantante-.

En dos semanas que llevamos de encierro, nadie, nunca, ni por un rato, ha puesto música. Nadie canta mientras tiende la ropa, nadie baila en el balcón, no se escucha ni por error un instrumento. Las tardes pasan en total silencio.

No sé si me entiendan: en total silencio.

O al menos para mí, en total silencio. Quizá los vecinos dirán: “Ya está otra vez el morenito ese, el del 24, poniendo su música étnica a todo volumen a las 4 de la tarde. ¡Qué poco civilizado!”

No sé si me pueda caer la policía por eso. No me sorprendería. Me confirmaría, más bien, que a este país a veces le sobra orden y disciplina. Pero le falta mucho sabor y música.