Agnieszka viene a México este verano, y desde que lo acordamos pienso en si no debería mentirle un poco –o mucho- cuando llegue; si no debería encerrarla en la Condesa, Polanco y Coyoacán, y pueblos mágicos y luego al sur y Oaxaca, San Cristóbal, Agua Azul, pirámides, cenotes y folclor, y mientras ella se maravilla yo le digo lo que dice un mexicano cualquiera que te encuentras por el mundo: que México es el mejor país del mundo, que es increíble, que lo mejor es su gente.
Sé que ella está emocionada, y sé también que sabe que allá pasan cosas… no muy lindas.
Sé que sabe lo que yo pienso de México.
No dejo de pensar en si lo más sano sería mentirle. Ocultarle ciertas cosas.
Después de seis años en Polonia, hace un año volví por unos meses. Durante ese tiempo me la pasé entre la Roma y Ecatepec. Si ella los viera, no creería que son parte del mismo país. De lunes a jueves trabajaba dando clases de español a extranjeros en una escuela privada en Insurgentes, en el mero corazón de la colonia Roma. Mis estudiantes vivían también ahí, o en la Condesa, la Del Valle, la Anzures, Polanco, Las Lomas, Santa Fe. Estudiantes de intercambio del Tec de Monterrey, expats alemanes o canadienses, mochileros suizos, modelos checas, retirados gringos, empresarios chinos. De los más de doscientos estudiantes que tuve durante esos seis meses (eran cursos intensivos de tres semanas), ninguno había pisado, ni por error, el Estado de México. Y qué bueno. No tendrían por qué. Y claro, cada vez que empezaba con un nuevo grupo y hacíamos la típica presentación, todos repetían, sin variar, los mismos comentarios: la Ciudad de México es maravillosa, los mexicanos te tratan superbién, hablan muy bien inglés en todos lados, siempre te ayudan, esta ciudad está llena de parques.
Al principio me chocaba un poco la misma cantaleta, pero al cabo de unas semanas yo también decidí quedarme en la Roma (si acaso salir a la Condesa); decidí pasar todo el tiempo posible en esa subciudad formada por cuatro colonias, y que nunca antes había disfrutado. Así que de lunes a jueves, durante esos seis meses, viví en esa ciudad que la mayoría de visitantes conoce cuando va a México. Y me cae que es una chulada. Cafés, parques, terrazas, árboles, una oferta cultural increíble, teatros, mercaditos, clases de yoga al aire libre, buena comida, exposiciones, conciertos, librerías… Un día, sentado en la terraza del Rococó Café (por supuesto, en la Condesa), vi pasar frente a mí a Fernando Vallejo con sus perras; una noche, en El Péndulo (de Polanco), me tocó un concierto de Ximena Sariñana (o Natalia Lafourcade o Mon Laferte; una de esas tres que cantan igualito). Una semana, el World Press Photo; la siguiente, una charla con Óscar de la Borbolla… Cómo diablos no les va a encantar esta ciudad a mis estudiantes, pensaba.
De lunes a jueves a mí también me encantaba México.
Los viernes ya no tanto. Los viernes trabajaba en una universidad ubicada exactamente en el límite entre Coacalco y Ecatepec, que es como decir Mordor, o del otro lado del muro de hielo. Durante mi primera semana, a diez metros de la puerta de la universidad, mientras nos comíamos unos tacos de canasta en un puestito sobre la avenida López Portillo, el profesor de Filosofía me dijo, señalando detrás de mí con la cabeza y sin soltar su taco: aquí balearon a unos estudiantes de Derecho el semestre pasado. Traían broncas con unos de Mercadotecnia, y un día aquí afuera los estaban esperando unos güeyes en una motoneta y les dispararon. No los mataron, pero a uno le dieron en la ingle. Dicen que perdió un testículo y creo que la pierna.
Y pidió otros dos tacos de chicharrón.
¿Y entonces esa cruz de quién es?, le pregunté, señalando unos metros más allá.
Ah, esa es de uno al que sí mataron, pero no sé si era estudiante de aquí.
Así pasaron, más o menos, los seis meses que estuve en México. De lunes a jueves descubría esa maravillosa subciudad que gira en torno a la Condesa, me perdía en sus cafés, escribía, paseaba. De viernes a domingo tenía mi dosis de realidad mexicana, me bajaba de mi nube y me daba de frente con otro país. Las noticias matutinas de los viernes -mientras manejaba sobre la interminable López Portillo, con vistas a una Santa Muerte de más de veinte metros- me recordaban lo lejos que está la Roma de Ecatepec. Historias como la de Valeria, en Nezahualcóyotl; la de Mariana, en Las Américas; la de la familia degollada en Potrero La Laguna, a un par de kilómetros de donde yo pasaba cada viernes.
A un mes de haber iniciado clases en la universidad, el mismo profe de Filosofía me llevó a comer tacos de cecina a la taquería Los Primos –a menos de un kilómetro de la universidad- pero no pudimos comer porque acababan de asaltar el lugar. Un cliente armado había respondido y había varios cadáveres afuera del restaurante. Ni la policía ni ambulancias habían llegado. Fuimos a la taquería de enfrente y desde ahí, delante de una orden de chuleta con queso, vimos cuando llegaron para levantar los cuerpos.
Y yo, el lunes de nuevo: Buenos días, chicos, ¿qué tal su fin de semana?
-Oh, mucho buenou, mi gustar México cada día. Gente son tan… ah… amables. Incredible ciudad, really. Ayer, nosotros estamos en Casa Azul de Frida. Mucho bonito.
Así durante seis meses. De la Roma a Ecatepec, a Coacalco, a Tultitlán. De la ciudad que siempre he buscado a aquella otra en la que vive mi hermana menor, mi sobrino, mi madre, mis mejores amigos.
Y desde que Agnieszka me dijo que viene a México este verano, pienso si no debería mentirle un poco. O mucho. Ocultarle el mierdero que tenemos. Decirle que no es verdad eso de que matan mujeres. Bueno, que sí matan pero poquito, que solo si andas metido en malos pasos. Como Valeria o Mariana. Mostrarle esa ciudad con la que siempre he soñado y no aquella otra que la rodea. ¿Podré ocultárselo? ¿Seré capaz de callarme la puta boca?
No creo. Apenas el sábado pasado mataron a Paco Rojas, precandidato a la presidencia de Izcalli –el municipio donde crecí y donde aún vive mi madre y mi hermana menor-. Iba llegando a su casa cuando dos chicos en una motocicleta le dispararon varias veces. A ningún mexicano que lea esto le sorprende una noticia así, ¿verdad?
Sé que le mostraré esa ciudad que siempre he soñado. Y sé que le gustará. Quiero que le guste. Pero también sé que le hablaré de aquella otra –porque no sé si pueda mostrársela-.
Ojalá puedas ver lo lejos que está la Roma de Ecatepec. Lo luminosa y asesina que puede ser esta ciudad. Quizá entonces entiendas un poco por qué me muero de ganas de regresar a México, y por qué cuando estoy ahí, me muero de ganas de largarme.
27 noviembre, 2019 at 11:53 pm
Diste clases en la uvm de Coacalco ?
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28 noviembre, 2019 at 8:49 am
Hola, Brenda. Sí, di clases en UVM Hispano, hace como 3 años. ¿Tú estudiaste ahí?
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