A Katherine Olson
“Es oscura la casa donde ahora vives…”
Traté de hablarte siempre con la verdad,
aunque debo confesar
que no siempre lo hice.
Nos conocimos
hasta donde nos alcanzó la piel
y las palabras,
y a finales de octubre,
cuando los árboles se tiñen
con los tonos más anaranjados
que uno pueda imaginar,
cuando las calles se cubren totalmente
de hojas multicolores,
cuando el aire comienza a enfriarse
y los ocasos son rojos y amarillos,
en fin,
justo cuando esta ciudad
estaba más bella que nunca,
a ti, Katherine,
te mataron.
Y te mataron
como se mata la gente
todos los días
en este mundo torcido:
inexplicablemente,
irremediablemente,
intencionalmente te mataron.
Y con ello te mataron también
el viaje a Buenos Aires
que planeabas hacer en febrero;
te mataron las discusiones con tu jefe
y el hambre que te daba en las mañanas;
te mataron el dolor en el cuello,
las lágrimas,
las dudas,
la infección en la garganta;
te mataron todo el cabello,
y toda la piel
y todos los besos;
te mataron la saliva
y los deseos,
el gusto por la comida egipcia
y todos los gestos.
Te mataron el pasado,
el futuro
y todos los tiempos verbales,
te mataron los enojos,
las decepciones,
los ideales,
los microbios bajo las uñas,
la posibilidad de construirte una vida
o de descubrirte frente al espejo
en unos años,
las primeras arrugas
o las primeras canas;
te mataron la vejez prematuramente;
y las ganas
de ver todas las películas
de Javier Bardem.
Repentinamente, Katherine,
te mataron,
y sepa dios
o el diablo
cuántas otras cosas
murieron contigo.
Porque cuando uno se muere,
como tú,
se muere de verdad,
a lo grande,
y no hay nada de
volver sobre tus pasos
y todas esas tonterías;
uno se muere y se muere bien,
y ahí se acaba todo;
se acaba la lluvia
y los desayunos,
la soledad
y los días festivos;
se acaban las guerras,
el insomnio,
el vino,
las deudas;
se acaba también la esperanza
y el color azul,
los perros,
la música
y todas las ciudades
en las que nunca estuviste,
se acaban los amigos,
la risa
y las enfermedades.
Se acaba para siempre el miedo,
las resacas
y las malas noticias.
Se acaba tu casa,
el planeta,
todo el universo…
Cada muerte es el fin del mundo.
Minneapolis, octubre, 2007
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No voy a mentirte, Katherine,
el mundo siguió casi igual
después de tu muerte.
Aunque a mí no me lo pareciera,
el otoño siguió siendo bello,
y el invierno llegó
tal como hubiera llegado
si tú siguieras viva,
ni más frío,
ni más blanco.
Tu muerte ocupó los principales noticieros
durante unos cuantos días,
y después de comentar fugazmente
tu funesta suerte,
el conductor del noticiero nocturno,
tan profesional como siempre,
comentaba con la misma voz
la grandiosa temporada que Adrian Peterson
estaba dando con los Vikingos de Minnesota.
Y yo, inevitablemente,
seguí esperando.
Esperando que vinieras,
aunque fuera solamente
para derramarme el café.
Hace ya más de cien días
que estás muerta.
Ha sido tiempo suficiente
para pasearme con pasmosa lentitud
por la orilla del lago Nokomis,
que ahora luce casi completamente congelado,
para volver a aquel café
donde te vi por última vez
y darme cuenta de que
aquella mesa y sus dos sillas
siguen exactamente iguales;
tiempo suficiente para sentarme
junto a tu insoportable silencio,
para sentir el eco de tu muerte.
Más de cien días para pensar,
incluso, que simplemente
te largaste a Buenos Aires
como habías planeado,
sin despedidas;
más de cien días para perdonarte
por haberte muerto
a la mitad del otoño más bello
que yo haya vivido;
más de cien días
en los que he tenido que tragarme tu muerte
como he podido,
a solas,
con frío,
con miedo;
lidiando con ella
como si fuera un incómodo inquilino.
La escondí,
la repasé,
la deshice,
la escribí,
y al final,
Katherine,
al final
tuve que quedarme con ella,
y empaparme hasta el vómito
con su hedor,
y preguntarme,
y preguntarle,
¿qué se hace con la muerte de alguien?
¿qué se hace con una muerte tan absurda,
tan voraz, tan hija de puta?
Más de cien días, Katherine,
y si no cumplimos lo dicho,
y si dejamos pendiente alguna palabra,
o si nos quedamos
con un manojo de dudas o de besos,
todo está saldado.
Nada me debes, Katherine.
Nada te debo.
Estamos en paz.
Minneapolis, febrero, 2008
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Es inevitable buscarte en estas calles
aunque no disfrute
aunque ya no duela.
Vuelvo cada tantos años a esta ciudad
y encuentro fragmentos
-cada vez más difusos-
de aquel yo que te conoció
y de aquella tú que se desvaneció.
Me pierdo entre calles que conocíamos bien
paso de largo ante un cine
después volteo
lo miro un momento
¿era este cine donde…?
¿fue en esta calle en la que…?
¿aún estabas viva cuando…?
Y aun con todo este olvido atravesado
es inevitable que esta ciudad te devuelva por momentos.
Aunque no lo disfrute
aunque ya no duela
aunque no lo busque
aunque ya no seas.
Minneapolis, agosto, 2014
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Estás desapareciendo,
inevitablemente.
Primero se fueron borrando
los detalles más triviales
que rodeaban nuestro mundo de entonces.
No recuerdo ya, por ejemplo,
si el cabello te llegaba hasta los hombros
o solo hasta la mitad del cuello,
si tomabas el café con mucha azúcar,
si tu coche era blanco o gris,
o si llevabas dos o tres anillos en las manos.
Después
–y casi sin darme cuenta-
se fueron borrando los detalles
del último día que te vi con vida.
Aquella nítida fotografía se fue gastando,
y hoy quedan solo fragmentos.
¿De qué hablamos aquella noche,
además de tu viaje a Buenos Aires?
¿Cómo se llamaba esa cafetería
que tanto nos gustaba?
¿Me dijiste hasta mañana o hasta el viernes
(aunque ni mañana ni el viernes llegaron para ti)?
¿Me pediste que te acompañara
a tu entrevista del día siguiente?
Y si te hubiera acompañado,
¿hoy estarías viva,
o estaríamos muertos los dos?
Hoy, diez años después de tu muerte,
me doy cuenta que ya no recuerdo
la ropa que llevabas aquel último día;
todos esos detalles
que podía reconstruir de memoria
son ahora borrosos.
El camino desde mi casa de entonces
hasta tu casa de entonces
se me ha olvidado por completo.
Tu voz también está desapareciendo;
me cuesta mucho recordar el tono que tenía,
o los detalles de tus manos.
Es natural, supongo.
Te me estás olvidando, Katherine.
Y esto de escribir nuevamente sobre ti,
y de escribírtelo a ti,
como si aún pudieras leerlo
–como si algún día hubieras leído
algo de lo que te escribí-,
es también un intento de que el tiempo no te borre,
aunque sepa que sí,
que tu voz,
que tu risa,
apenas diez años después,
se me están yendo definitivamente.
Tu rostro no.
Aún no.
Tu rostro permanece,
pero igual se irá borrando con los años.
Cuántos, no lo sé,
pero sé que también se irá,
y tal vez, en 20 años,
sea incapaz de cerrar los ojos
y recordar a detalle tu rostro.
La rabia,
el silencio,
la tristeza por tu muerte,
también se fueron yendo.
Y no volvieron.
Como no volvió nunca aquel otoño,
Pero octubre vuelve cada año,
y quizá por eso estos días
te recuerdo un poco más
–lo que aún recuerdo-,
y recuerdo esos magníficos colores,
esos días cortos y un poco fríos,
y aquella ciudad que envolvió tus últimos días.
Y me doy cuenta, Katherine,
de que me arruinaste un poco los otoños,
que Benedetti no tenía razón en eso
de que el olvido está lleno de memoria,
al menos no el mío.
Mi olvido solo tiene eso,
olvido.
Y es triste,
pero cierto,
te seguirás diluyendo en el tiempo.
Tu voz ya se me está yendo,
luego será tu cuerpo,
luego tu rostro.
Tu nombre tal vez sea lo último.
Tal vez sea lo único que me quede
sin temor a equivocarme.
Tu nombre,
el nombre de la maravillosa chica
que me arruinó los otoños más bellos.
Nueva Delhi, octubre, 2017
…
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