No era exactamente un club literario, ni una mesa de discusión. Nunca tuvimos un orden ni un libro definido que comentar, éramos simplemente 4 amigos que preferíamos pasar las noches de los viernes sentados, bebiendo café y hablando de libros.
La música que escuchábamos dependía de los gustos de los vecinos: yo descubrí los boleros y la salsa gracias a algún vecino, pero también tuve que escuchar cientos de canciones de banda, duranguense y quebraditas. Ni modo. Esa es más o menos la lógica que impera en nuestros países: si un vecino tiene fiesta, te chingas.
Hoy puedes comprar papeles por sesenta dólares. Todo el mundo -el mundo ilegal, es decir, más de cincuenta millones de personas en Estados Unidos- lo sabe. Basta entrar a la cocina de cualquier restaurante y preguntarle a algún mexicano si conoce a alguien que venda papeles. Y siempre hay alguien.
Luis García festejando el gol: ¡Agüevo, hijos de su puta madre! Ese grito de falsa victoria que encierra y expresa tanto de México es mi primer recuerdo mundialista.
En este país fui lavaplatos, mesero, mánager de un restaurante de burritos, locutor de radio en una estación de música grupera (seguramente el trabajo más odioso que he tenido)
Agnieszka viene a México este verano, y desde que lo acordamos pienso en si no debería mentirle un poco –o mucho- cuando llegue.
Solo aquellos verdaderos amantes de la comida podrán entender el dilema. Hasta podría tratarse con rigor matemático, con la seriedad del dilema del prisionero, el hotel infinito de Hilbert o la paradoja de Aquiles y la tortuga.
Pero Alejandro, ¿cómo lo vas a mandar solo hasta allá?, ¿y si le pasa algo? No le va a pasar nada, pos si no es tonto, ¿o sí? ¿quieres que se vuelva un inútil? Que aprenda a andar solo.
Con vergüenza, amor, con odio, con miedo, así se escribe poesía en el país que odia a las mujeres.