Nunca he sido muy aficionado a tener cuadros en casa (desde hace unos años tengo solo uno). Tengo, en cambio, algunas fotos  enmarcadas que generalmente deprimen o sorprenden a mis amigos: la foto de Jean-Marc Bouju que ganó el World Press Photo en 2004; la de Oded Balilty de 2007; la foto de Omayra Sánchez que le hizo Frank Fourier (pasado mañana se cumplirán 30 años de la muerte de Omayra); la de Samuel Aranda que ganó en 2001.
 
Y tengo también algunos textos aquí y allá. En la puerta del refri , el poema Un día después de la guerra, de Jotamario Arbeláez, y Busco la palabra, de Wisława Szymborska; en la habitación, un fragmento de Hombre preso que mira a su hijo, de Benedetti; en la cocina, Jiga, de Tomás Segovia, y en el baño, junto al espejo, la primera página del capítulo IV de Palinuro de México, de Fernando del Paso.  
 
Esos textos me han marcado, y son probablemente lo más hermoso que he leído. Están ahí, desparramados por la casa, y los releo casi a diario, y los disfruto y me maravillo con ellos. Cuatro los conozco de memoria, pero con Palinuro de México es diferente; tengo solo la primera página del capítulo IV, pues necesitaría una casa gigantesca para llenarla con el resto.
 
Palinuro es inabarcable.
 
La primera vez que oí sobre esa obra y sobre su autor fue en la universidad. Bárbara, mi profesora de Literatura, nos leyó un día un fragmento, ese en el que Palinuro les cuenta a Fabricio y a Molkas algunas cosas sobre él y su prima Estefanía.
 
Hacíamos el amor compulsivamente. Lo hacíamos deliberadamente. Lo hacíamos espontáneamente. Pero sobre todo, hacíamos el amor diariamente. O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles, hacíamos el amor invariablemente. Los jueves, los viernes y los sábados, hacíamos el amor igualmente. Por último los domingos hacíamos el amor religiosamente. O bien hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia, por no dejar y por si acaso, como primera medida y como último recurso.
 
Pero también hacíamos el amor yo a ella y ella a mí: es decir recíprocamente.
 
Y cuando ella se quedaba a la mitad de un orgasmo y yo, con el miembro convertido en un músculo fláccido no podía llenarla, entonces hacíamos el amor lastimosamente. Lo cual no tiene nada que ver con las veces en que yo me imaginaba que no iba a poder, y no podía, y ella pensaba que no iba a sentir, y no sentía, o bien estábamos tan cansados y tan preocupados que ninguno de los dos alcanzaba el orgasmo. Decíamos, entonces, que habíamos hecho el amor aproximadamente. 
 
Muchas veces hicimos el amor contra natura, a favor de natura, ignorando a natura. O de noche con la luz encendida, mientras los zancudos ejecutaban una danza cenital alrededor del foco. O de día con los ojos cerrados. O con el cuerpo limpio y la conciencia sucia. O viceversa. Contentos, felices, dolientes, amargados. Con remordimiento y sin sentido. Con sueño y con frío.
Y cuando estábamos conscientes de lo absurdo de la vida, y de que un día nos olvidaríamos el uno del otro, entonces hacíamos el amor inútilmente. Para envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor ilimitadamente, magistralmente, legendariamente. Para honra de nuestros padres, hacíamos el amor moralmente. Para escándalo de la sociedad, hacíamos el amor ilegalmente.
Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor sintomáticamente. Y, sobre todo hacíamos el amor físicamente.
También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y rezando, acostados y soñando. Y, sobre todo y por simple razón de que yo lo quería así y ella también, hacíamos el amor voluntariamente.
 
 
Quedé fascinado por esos párrafos, les pregunté a mis ñoños amigos del café literario de los viernes si conocían la obra, y unos meses después, mi amigo el Chore me la regaló.
 
Y Palinuro fue un parteaguas; fue distinto de lo que hasta entonces había leído y ha sido distinto de cuanto he leído después. Palinuro es un festín, es un carnaval, es un tremendo golpe de belleza.
 
Ayer murió Fernando del Paso. Su novela más famosa es Noticias del Imperio (1987), aunque yo recomiendo indudablemente comenzar por Palinuro de México (1977). Hay que decir que las novelas de Del Paso son densas, requieren tiempo y disciplina, y están cargadas de erudición y juegos lingüísticos; invertía al menos diez años en la escritura de una novela –escribió solo cuatro aunque incursionó en otros géneros-. No es el escritor más leído en México –de hecho Palinuro se publicó primero en España y tres años después en México-; su obra se conoce poco, desgraciadamente.
 
Y Palinuro de México… bueno, quizá el título no es el más atractivo; tampoco lo son sus casi mil páginas. Y al leerlo uno se da cuenta de al menos dos cosas: 1) es una novela totalizadora –tiene prosa, poesía, teatro, ensayo, todo dentro de una novela-, y 2) da la impresión de no ser exactamente una novela; no hay una historia, no hay un argumento. Es un compendio abrumador de las andanzas de su protagonista –Palinuro, un estudiante de medicina de la ciudad de México-, y su gran amor –su prima Estefanía-.
 
Leí el libro con impaciencia, con entusiasmo, maravillándome con monólogos de algún personaje que se extendían 20 o 30 páginas, capítulos enteros dedicados a los síntomas de una enfermedad o a la muerte de un espejo; aun así, tardé un par de meses en terminarlo, aunque Palinuro es uno de esos libros que no se terminan, de los que no se sale ni se quiere salir, uno de esos libros a los que siempre se vuelve. Palinuro es un torrente de lenguaje, erudición, erotismo y júbilo; Palinuro es un laberinto, y yo vuelvo cada tanto, una y otra vez, a las primeras líneas, a las últimas, al capítulo XIV sobre la mala leche de Molkas –compañero de estudios de Palinuro-, al monólogo del primo Walter sobre las manzanas del granjero, y sobre todo al capítulo IV titulado Unas palabras sobre Estefanía, ese capítulo cuya primera página tengo junto al espejo; esa apabullante descripción de la mujer más bella de la Literatura.
 
 
He cambiado de casa no sé cuántas veces, y solo hay dos cosas que me llevo siempre a donde voy: un cuadro – aunque es más bien un póster plastificado- de Beatriz Aurora y Palinuro de México.
 
Es un libro de esos, de los que no se sale, ni se quiere salir.
 
 
Y unas palabras sobre Estefanía siempre vienen bien.
Pura, inocente, impávida, como si nada hubiera pasado entre nosotros, como si nunca hubiéramos hecho tantas cosas que habrían obligado a los abuelos a dar de vueltas en sus tumbas de haberlo sabido, y que de verdad les hizo dar cincuenta y dos vueltas al año pero no en la tumba, sino en la pared, cuando Estefanía, un sábado, volteó sus fotografías para que de allí en adelante nunca más nos vieran hacer el amor los fines de semana: así era mi prima.
Y bella también, y angelical, y pálida.
Y por si fuera poco o nada. Por si fueran poco sus grandes ojos, inmensamente abiertos como si estuvieran asombrados siempre de su propia belleza.
Como si fueran nada sus mejillas eternamente ruborizadas por la vergüenza de traer, desde niña, una calavera adentro.
Nada sus dos manos, nacidas para acariciarme.
Y poco sus cinco sentidos, sus veinte años, sus treinta y tres vértebras, sus cien mil cabellos, su millón de células o su trillón de átomos.
O en una palabra, su cuerpo.
Ese cuerpo que tanto amé y conocí, que hoy podría esculpirlo, de memoria y con la lengua, en un bloque de sal.
Por si fuera nada todo esto, mi prima Estefanía, mi prima íntegra y tersa, mi prima pura y nítida, después de hacer el amor conmigo, la maldita, se quedaba junto a la ventana y bajo su retrato quieta, sentada, contradictoria como un huracán congelado o como si corriera por sus venas gelatina de piedra.
Y además límpida y casta, inmaculada como una promesa de papel arroz, irreprochable como un remolino de lechuzas blancas.
Y callada también, lejana y clara, como si la hubieran enterrado viva en un prisma de niebla.
Así era mi prima, así junto a la ventana, siguiendo a veces con la mirada toda la tarde el curso del sol, como si tuviera los ojos rellenos con heliotropos, la puta.
Y sobre todo como si nada hubiera pasado, como si no hubiéramos hecho el amor, como si no nos conociéramos, como si yo fuera un pobre mortal descastado y paria, un esclavo, un guiñapo, una mitad de hombre y ella, mi prima, una diosa. Y más que nada, impecable, inimitable y sin tacha, como el Dios de San Anselmo, de Leibniz y de Spinoza, como el Dios de Escoto Erigena al que valía más amar que conocer, como una criatura que reunía, entre sus cualidades esenciales, la de una existencia necesaria y perfecta.
Tan es así, señores —le dije al general que tenía un ojo de vidrio, al billetero, a don Próspero y a todos los otros amigos cuando volví a la cantina para cumplir mi promesa— tan es así que de Estefanía yo podría hablar como Clemente de Alejandría, Dionisio el Pseudo-Areopagita y Maimónides hablaron de Dios, y para abreviar la descripción de mi prima decirles por la Vía Negativa y camino a la oscuridad esencial, todo aquello que ella no fue nunca, a pesar de haber sido clásica, admirable y única.
Estefanía, señores, nunca tuvo los ojos negros, la piel naranja o el vientre dorado.
Estefanía nunca tuvo un metro setenta y cinco de estatura, cuarenta y tres escarabajos sagrados de ancho o veinte esmeraldas de profundidad.
Estefanía no fue un teléfono, un acróstico o un sordo de mazapán.
Estefanía nunca engordó de la cintura abajo como un reloj de arena por donde se escurre la mitad de los cereales, los apetitos y los días.
En otras palabras, y en medio de ese pueblo de bandidos y frutas de madera donde transcurrió su infancia como un río de serpentinas, Estefanía no fue nunca un sargazo austral, el sonido de la espuma o una sospecha destrenzada.
Estefanía, por supuesto, fue mi prima.