Esta mañana entré a la sala de profesores y vi a Gabriela, una profesora argentina, sentada frente a su computadora, comiéndose un alfajor con una expresión de placer que pocas veces se ve en público. Tenía los ojos cerrados –no me vio cuando entré- y lo saboreaba con un gusto que daba envidia verla. No la interrumpí; me senté a dos sillas de la suya y la observé un momento. He visto esa expresión otras veces. O me la han visto. Es la cara de un emigrante amante de la comida.

Cuando abrió los ojos y me vio, me ofreció. Me negué al principio, pues no sabía si ese alfajor sería el último que tenía y sé bien lo que es extrañar las golosinas de tu tierra. Pero ella insistió. Probá, probá, me los trajeron unos amigos chilenos que llegaron ayer. Les pedí dos cajas.

Y sí, estaba muy bueno. Salí de la sala a hacer unas copias, y Gabriela se quedó ahí con sus alfajores.

Durante las clases estuve pensando en comida. Recordé que llevo ya unas semanas postergando un momento inevitable: el de comerme los últimos Takis fuego que me quedan en casa.

Solo aquellos verdaderos amantes de la comida podrán entender el dilema. Hasta podría tratarse con rigor matemático, con la seriedad del dilema del prisionero, el hotel infinito de Hilbert o la paradoja de Aquiles y la tortuga. Sé que mi amigo Josué –matemático y amante de los tacos- haría un buen ejemplo con esto: la paradoja de los molletes del rey Salomón, o el dilema del último tamal de la olla. Suena ridículo, y pueden reírse, pero no lo es. Es una decisión complicada la de comerte la última bolsa de chicharrones que trajiste desde el otro lado del mundo: sabes que ahí dentro hay un placer inmenso, y sin embargo dudas entre abrir la bolsa o no. ¿Qué es lo que hace que no me entregue al placer de inmediato como Homero Simpson cuando el diablo le ofrece la rosquilla más rica del mundo? Homero la devora apenas verla, sin preocuparse del después, pero no conozco a ningún paisano que viva fuera y que no dosifique con extrema cautela sus reservas de papitas, salsas, dulces o chiles secos.

Mi amigo Iván, radicado en Chile desde hace mucho, guarda en su clóset dos maletas llenas de canelitas, pingüinos, barritas, sabritones, pizzerolas, suavicremas y toda clase de cochinadas (me las mostró con orgullo cuando lo visité hace unos años); Sandra y Sebastián, en Cracovia, guardan en bolsas bien cerradas chiles guajillo, pasilla, morita; Noemí, la única mexicana que conozco en Delhi, me confiesa casi en susurros que una amiga le trajo Miguelitos y Valentina (¡etiqueta negra, de la que sí pica!), y hasta me lleva un poco del amado polvo en un frasquito. Aunque sea tantito pa´ tu fruta, me dice.

Porque eso es en realidad lo que más se extraña. Eso es lo único que no tiene sustituto. Las redes sociales y las videollamadas hacen más llevadera la nostalgia por la familia; los grupos de whatsapp, por los amigos. Pero por la comida no hay nada. Y pasa todo el tiempo, no solo entre mexicanos, por supuesto; escuchas hablar a un grupo de españoles recién llegados después de las vacaciones, y solo hablan de los kilos y kilos de embutidos que se trajeron. Los grupos de Facebook de gente radicada en el exterior están llenos de preguntas, ofertas, súplicas por comida de su tierra; se pregunta cómo meter cierto alimento en cierto país, si confiscan tal cosa, cuántos kilos de tal otra se pueden documentar, cómo meter tal cosa congelada.

Es el único placer que no hemos logrado –ni lograremos- paliar. Con otros no ocurre lo mismo. Casi cualquiera que sea, lo puedes hacer también en un país lejano: el ejercicio, dormir, la lectura, beber, hacer turismo, aprender algo, las drogas, el sexo… cualquier placer está ahí, menos este. Por eso la última bolsa de Takis plantea un gran dilema. Si nos dijeran que la próxima vez que nos emborrachemos, o que echemos una siesta, o que cojamos, será la última en quién sabe cuánto tiempo, ¿cómo actuaríamos? En serio, ¿qué haríamos? ¿Nos “reservaríamos” para otro día que tengamos más ganas? ¿Diríamos que todavía podemos aguantar un poco más? ¿O seríamos como Homero Simpson?

Yo llevo tiempo posponiendo este día, guardando mi última bolsa de Takis fuego, pensando que quizá mañana me den más ganas de comérmelos y entonces los disfrute más. Pero al ver hoy a Gabriela comiéndose ese alfajor… No he resistido más.

El Tajín y la Valentina me duraron dos meses; las paletas de sandía las dosifiqué hasta noviembre; los Doritos diablo llegaron casi hasta Navidad. En fin, la dotación que me traje a la India me duró casi medio año. No está mal. Y mientras termino de escribir esto, tengo al lado la última bolsa de Takis fuego y la misma cara que Gabriela esta mañana.

Espero que con esto quede clara una cosa: a nadie se le ocurra venir a visitarme a la India sin traer una maleta llena de Vero Elotes y adobadas.

 

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