Me vine a vivir a este país, por primera vez, el 11 de agosto de 2001, justo un mes antes de los ataques al World Trade Center. Tenía diecinueve años y ganas de largarme de México. No sabía que durante los siguientes años iba a entrar y salir tantas veces de este país (serán ya unas quince).

Llevaba unas dos semanas trabajando en una cafetería de iraníes –ubicada en la planta baja de un edificio de oficinas- cuando sonaron las alarmas. Salimos de la cocina. Clientes y trabajadores nos quedamos petrificados ante la televisión que mostraba en vivo las torres del WTC desplomándose. Yo no sabía inglés ni hacía falta para entender; algunos clientes lloraban, otros llamaban por teléfono con el rostro desencajado, algún otro miraba con recelo al mánager iraní. Los otros dos trabajadores de la cocina (un matrimonio salvadoreño) y yo nos mirábamos sin decir nada. Evacuaron el edificio. Creo que fue el primer día que tuve miedo de verdad.

Desde aquel 2001, Estados Unidos se ha vuelto una constante. He vivido por temporadas y he tenido la oportunidad de recorrerlo bastante bien. En este país fui lavaplatos, mesero, mánager de un restaurante de burritos, locutor de radio en una estación de música grupera (seguramente el trabajo más odioso que he tenido); en este país me enamoré, perdí a alguien, he hecho amigos entrañables y fui a parar a una corte por una tontería (el Estado de Texas contra Alejandro Merino, caso #32…), descubrí a Dylan y a Salinger; en este país fui entendiendo eso de las fronteras, eso del sueño americano, esa paradoja de hacer lo que millones de mexicanos tienen que hacer nada más llegar: pagar impuestos y comprar documentos para trabajar, y he conocido a decenas de inmigrantes con historias que retuercen el estómago o el corazón: gente que cruzó a pie el desierto, o que pagó tres mil dólares a un coyote para traer a un familiar y este nunca llegó; gente que cruzó la frontera metida en la cajuela de un auto que a su vez viajaba en un tráiler, o colgada en el tren, o en la parte trasera de una camioneta, casi asfixiándose junto con otros 35 desconocidos, a oscuras, sin saber si los polleros los iban a llevar realmente a Arizona o los iban a entregar a La Migra; gente que se rebanó las yemas de los dedos para borrarse las huellas digitales y que La Migra no supiera cuántas veces habían ya intentado cruzar; gente con familiares deportados.

O con familiares muertos al intentar cruzar.

Hace 20 años, Estados Unidos empezó a volverse parte de mí, cuando mi hermana decidió venirse a buscarse aquí la vida. Sin saber inglés, sin ahorros, con lo puesto. Sola.

Mis sobrinos nacieron aquí, y entre mis temporadas en este país, los he visto crecer, entre dos lenguas, entre dos culturas, como millones de hijos de inmigrantes en Estados Unidos; quizá sin sentirse plenamente americanos ni mexicanos, y lidiando, además de los cambios e interrogantes que conlleva la adolescencia, con la idea –que poco a poco empiezan a entender- de que sus padres están aquí ilegalmente. Con el temor de que un día sus padres no vuelvan del trabajo y sean deportados; con la idea de que sus padres, después de 20 años trabajando y pagando impuestos en este país, siguen siendo “ilegales”.

Ilegales en un país de inmigrantes.