Mi fascinación por las ciudades me viene de hace mucho tiempo, y por culpa de/gracias a mi padre. A menudo bromeo con él y le suelto, muy serio, que mandar a un niño de 10 años a atravesar media Ciudad de México no es solo temerario, sino irresponsable. Me pudieron haber robado, le digo cuando tocamos el tema. ¿Qué tal que me perdía un día? ¿O si me atropellaban? Pero no te robaron, ¿verdad? Ni te atropellaron, ni nada, responde mi padre. Qué ingrato, Merino, le vuelvo a soltar yo, ¿qué tal que un día no hubiera vuelto?, ¿qué hubieras hecho? Pos buscarte, responde. ¿Qué más iba a hacer?

Pero la verdad es que nunca le he confesado a mi padre que durante aquel año, el 92, cada semana yo esperaba ansioso que llegara el viernes para aventurarme otra vez, solo, en la Ciudad de México.

Por aquel entonces, mi padre aún tenía la carnicería, y uno de sus clientes y antiguo amigo suyo tenía un puesto de comida en el mercado de San Cosme, a donde yo debía ir cada viernes y cobrarle la carne que mi padre le había llevado días antes.

No es que yo tuviera que hacerlo, y tampoco recuerdo cómo lo hice la primera vez. Supongo que mi padre me explicó, te bajas aquí, caminas hacia allá, te subes al metro en tal estación, etc. Él no me llevó ni una vez para mostrarme el camino; me explicó y me mandó solo. Recuerdo que mi madre protestó al principio: pero Alejandro, ¿cómo lo vas a mandar solo hasta allá?, ¿y si le pasa algo?, ¿qué no puedes ir tú? Y mi padre: yo no puedo dejar la carnicería, además, no le va a pasar nada, pos si no es tonto, ¿o sí? A su edad yo ya trabajaba en los camiones, ¿quieres que se vuelva un inútil? Que aprenda a andar solo.

No hubo más que decir, y mi madre, con todo el temor normal de cualquier madre, me recogía de la primaria cada viernes y me llevaba a la parada, me persignaba 3 veces, me decía que con mucho cuidado, que le llamara cuando llegara, que no me fuera con nadie, que no hablara con nadie, me volvía a persignar, me daba un beso y me miraba subirme al camión de la ruta 27.

Para un niño que había pasado sus 10 años de vida en las lejanas tierras del municipio de Cuautitlán Izcalli, ir al DF (aún no le cambiaban el nombre a Ciudad de México) era una travesía intimidante. Aunque yo nací en el DF, nunca había vivido ahí. Debía tomar un camión de Izcalli al metro Rosario, de ahí la línea 7 del metro hasta Tacuba, cambiarme a la línea 2 y continuar hasta San Cosme, salir y caminar sobre la México-Tacuba hasta el mercado, donde estaba el puesto de don Memo, el amigo de mi padre; él me pagaba entre 1400 y 1700 pesos -que yo me guardaba en el calcetín- por la carne recibida días antes, me daba dos tacos de guisado y listo. De regreso, casi la misma ruta: del metro san Cosme a Tacuba, de Tacuba a Rosario, pero en lugar de volver a Izcalli tomaba otro microbús hacia Tlalnepantla, donde estaba la carnicería de mi padre. Todo el viaje me tomaba unas 4 horas. Cuando finalmente volvía a la carnicería y lo saludaba, ya llegué, pa, él me preguntaba si todo bien. Llamaba a mi mamá para decirle que ya había llegado y que todo bien, y el resto de la tarde, hasta que cerraba la carnicería, yo limpiaba las tripas con las que hacían la longaniza, o le quitaba a la sierra el cebo acumulado durante el día (lo que yo en realidad quería hacer era afilar los cuchillos, pero mi papá no me dejaba). A eso de las 6 de la tarde mi padre cerraba el local y volvíamos juntos a casa.

Nunca lo hemos hablado mi padre y yo, pero fue durante aquellos viernes del 92, a mis 10 años, cuando empecé a sentir esta fascinación por lo urbano, por el ritmo y los rostros y los pasos que pueblan las ciudades. Fui dándome cuenta de que Izcalli era un pueblucho en el que nada pasaba, y quería que llegara el viernes para ver la ciudad. Sin decírselo a mis padres, cada viernes trataba de ganar un poco de tiempo en el viaje de ida y poder aventurarme una o dos estaciones de metro más allá de donde debía. En lugar de bajarme en Tacuba continuaba hasta Constituyentes, la siguiente semana hasta Tacubaya, hasta Barranca del muerto. En lugar de San Cosme, me iba hasta Hidalgo, hasta el Zócalo, salía del metro, echaba un vistazo a la Plaza de la Constitución y regresaba. Si continuaba por la línea 2 más allá de Pino Suárez el metro ya no era subterráneo y podía ver la ciudad. Cada semana exploraba un poco más y al volver le decía a mi padre que había encontrado mucho tráfico. Así un día llegué hasta Tasqueña, a Universidad, y conocí casi todo el metro del DF, hasta que un día llegué a Pantitlán y ahí sí me asusté.

Durante los viernes de aquel año vi por primera vez a un exhibicionista, a un faquir, a una pareja punk; me enamoré por primera vez de una desconocida, vi a los falsos sordomudos del metro, a indígenas descalzos ofreciendo papelitos a gente que los ignoraba totalmente. Vi cómo le robaban la cartera a un señor, a chicos de secundaria fajando al final del andén, indigentes y niños de mi edad completamente drogados, puestos de películas porno junto a puestos de quesadillas, a un grupo de darketos, a una pareja gay. Todo lo que en mi pueblucho no pasaba estaba ahí, en la ciudad, y me provocaba una extraña fascinación. Durante todo el trayecto yo no hablaba con nadie, solo observaba. Imaginaba en silencio las historias de la gente que iba y venía. Y como en cualquier megaciudad de un país subdesarrollado, nadie se asombró nunca porque un niño de 10 años anduviera solo.

También fue a los 10 años, uno de esos viernes, cuando vi mi primer muerto. Caminaba de regreso del mercado, y poco antes de entrar al metro escuché un golpe. Busqué de dónde había venido y vi que la gente se concentraba de inmediato en una esquina de la México-Tacuba. Me fui metiendo entre los adultos hasta llegar al frente, y vi el cuerpo del muchacho. Supuse que era un repartidor, por todo el pan que estaba tirado. Su bicicleta estaba a unos metros, y él, bocarriba, tenía una abertura en la nuca por donde ya se le había salido mucha sangre. Supe de inmediato que estaba muerto. Todos lo sabían, pues nadie se acercaba al cuerpo, solo miraban. Alguien trajo de inmediato una sábana. Cuando llegó la ambulancia o el forense y levantaron el cuerpo, los sesos del muchacho cayeron sobre el asfalto. Se lo llevaron. Quien lo atropelló había huido. Alguien trajo una cubeta con agua y barrieron los sesos del muchacho hacia una coladera. Esa tarde no fui a explorar la ciudad. Llegué temprano a la carnicería. No había nada de tráfico, le dije a mi papá.

No le conté nunca a nadie, hasta ahora, sobre el muchacho muerto, pero seguí pensando en él cada vez que pasaba por ese cruce. A la siguiente semana, ya habían puesto una cruz blanca y unas flores. La última vez que pasé por el mercado de San Cosme, hace poco menos de un año, vi que la cruz sigue ahí. Oxidada y sin flores.

Después entré a sexto de primaria y dejé de ir a cobrarle a don Memo, no sé si porque mi padre dejó de venderle carne, o si mi madre al final lo convenció de que me podía pasar algo, o si mi padre pensó que un año había sido suficiente para que yo aprendiera a andar solo.

La vida volvió a ser izcallense y aburrida. Tuve que esperar 4 años para volver a explorar el DF. Entré a la prepa 4, en Tacubaya, después a la Facultad de Ciencias, en C. U., volví a vagar por la ciudad a mis anchas, a descubrirle lo bello y lo terrible, pero creo que fue durante aquellos viernes del 92 cuando realmente empecé a amar y a odiar el DF por igual. Y a querer ver más ciudades.

Quizá por eso viajo, no lo sé. Quizá busco algo en las ciudades, algo que empezó hace 25 años en el DF. O quizá no busco nada y más bien llevo 25 años huyendo del DF. De la imagen de los sesos de aquel muchacho muerto sobre la calle.

Pero hay algo, hay algo en Buenos Aires, y en Sarajevo, en Moscú, en Madrid, en Minneapolis, en Cracovia. En Delhi. Y yo lo busco desde hace mucho. Y creo que nunca le he agradecido a mi padre por aquellos viernes del 92. Por enseñarme a andar solo.

Y hoy, de pronto, he recordado todo aquello.

Hoy, 3 de diciembre de 2017, he visto un muerto en Delhi. Ruido de frenos, un golpe, una bicicleta. La gente se acercó a mirar. Alguien trajo algo para cubrir el cuerpo. Cuando se lo llevaron, alguien barrió la sangre y recogió unas monedas que se le habían caído al muchacho. Después me metí al metro. Miré el mapa de las líneas. Hoy es domingo y quiero aventurarme un poco más allá de Old Delhi. Aún estoy explorando la ciudad.