Solo aquellos verdaderos amantes de la comida podrán entender el dilema. Hasta podría tratarse con rigor matemático, con la seriedad del dilema del prisionero, el hotel infinito de Hilbert o la paradoja de Aquiles y la tortuga.
Es el mejor día del año, y uno de mis sueños se me presenta en bandeja de plata. Mi amigo Nacho me dice que si quiero ser parte del jurado del jueves grasoso, o jueves gordo, como lo llaman en inglés (Fat Thursday). Y yo por un momento creo en un Dios bondadoso, aunque minutos después lo maldiga.
Y todo hubiera quedado ahí, en serio, con estos dos ateos yéndose a algún bar de plac Matejki muy contentos por tener una biblia en polaco y poder consultar de vez en cuando algunos versículos. Todo hubiera quedado ahí si el señor cura no se hubiera puesto pesado e insistente. En serio, yo solo quería una biblia; con eso quedábamos a mano por las interrupciones. Pero no.
-A ver, tío –me dijo muy serio cuando le expliqué la situación-, ¿que tu novia organiza estas cosas de speed dating y le faltan hombres? ¿Y quiere que vayamos así como así, para usarnos como un miserable trozo de carne y echarnos a las fauces de 20 leonas? -Pues sí, más o menos. ¿Vienes o no? -Joder, tío, qué pregunta. Dame la dirección. Y así empezó toda la aventura de los speed dating que terminó en Amarna Miller...
Por culpa de esta decisión de la FIFA –la de celebrar la Eurocopa y la Copa América al mismo tiempo, llevo ya un par de semanas durmiendo muy mal, a intervalos irregulares de tres o cuatro horas, quedándome despierto hasta las 5 am, o durmiendo por la tarde y levantándome a las 2 am.
Ahí estaba yo a los diez años. Viernes a las 2 de la tarde, aún con mi horrible uniforme verde puesto y mi enorme mochila en la espalda, entrando con cierto temor en aquel antro maloliente y oscuro donde los chicos mayores se disputaban con destreza el título de amo y señor del videojuego más sangriento que se hubiera visto en los años noventa: Mortal Kombat II.
Es ridículo, lo sé, pero fue hasta hace 4 años, cuando me vine a vivir a Polonia, cuando empecé a comer picante. Es muy triste, es vergonzoso; como para que mi padre me desherede. Él, mi padre, que siempre le reclamaba a mi madre por no hacer la comida más picante. Ella, mi madre, que a escondidas hacía dos cazuelas del mismo guisado, una para mi padre y una para mis hermanas y para mí, que llorábamos de enchilados si probábamos lo que comía don Alejandro.
Vuelvo a encontrarme con Travis y Becky en Minneapolis después de 7 años. Trabajamos juntos en un bar durante unos meses y nos hicimos muy buenos amigos; ahora Becky trabaja en un salón de belleza en Saint Paul; ella es pequeñita, delgada, de ojos grandes y nunca la he visto dos veces con el mismo corte o color de pelo. Travis es un gringo grande, un gringo XL, muy rubio y de barba hasta la mitad del cuello, y siempre está haciendo chistes sobre mexicanos, negros, chinos, pero principalmente sobre blancos.
Todo es enorme en este país: las montañas, los desiertos, las autopistas, los puentes, las cajas de Corn Flakes, los helados, los pasillos de los supermercados, las rebanadas de tocino. Parques nacionales del tamaño de Puerto Rico, lagos más grandes que Eslovaquia o Suiza. Solo en el Gran Cañón del Colorado cabrían 8 países de Europa; hay librerías más grandes que Mónaco, hamburguesas del tamaño de pizzas. Hay incluso tiendas de ropa donde la talla más pequeña es XL.