Solo aquellos verdaderos amantes de la comida podrán entender el dilema. Hasta podría tratarse con rigor matemático, con la seriedad del dilema del prisionero, el hotel infinito de Hilbert o la paradoja de Aquiles y la tortuga.
Es el mejor día del año, y uno de mis sueños se me presenta en bandeja de plata. Mi amigo Nacho me dice que si quiero ser parte del jurado del jueves grasoso, o jueves gordo, como lo llaman en inglés (Fat Thursday). Y yo por un momento creo en un Dios bondadoso, aunque minutos después lo maldiga.
Es ridículo, lo sé, pero fue hasta hace 4 años, cuando me vine a vivir a Polonia, cuando empecé a comer picante. Es muy triste, es vergonzoso; como para que mi padre me desherede. Él, mi padre, que siempre le reclamaba a mi madre por no hacer la comida más picante. Ella, mi madre, que a escondidas hacía dos cazuelas del mismo guisado, una para mi padre y una para mis hermanas y para mí, que llorábamos de enchilados si probábamos lo que comía don Alejandro.
Todo es enorme en este país: las montañas, los desiertos, las autopistas, los puentes, las cajas de Corn Flakes, los helados, los pasillos de los supermercados, las rebanadas de tocino. Parques nacionales del tamaño de Puerto Rico, lagos más grandes que Eslovaquia o Suiza. Solo en el Gran Cañón del Colorado cabrían 8 países de Europa; hay librerías más grandes que Mónaco, hamburguesas del tamaño de pizzas. Hay incluso tiendas de ropa donde la talla más pequeña es XL.
Durante los últimos 4 años he vivido rodeado de sílabas imposibles, de inviernos largos que alcanzan los 25 grados bajo cero y que cubren la ciudad de una blancura increíble, de comida triste y con muy poco sabor, de mujeres guapísimas, de una liga de futbol para llorar (incluso peor que la mexicana), de gente con semblante serio y esporádicas sonrisas, de meseros malhumorados y del mejor vodka del mundo. Así, a grandes rasgos, ha sido mi experiencia en Polonia, el país de las consonantes impronunciables.
Al siguiente día de haber llegado a Chilangolandia, mi carnal El Gordo –con quien he comido cientos y cientos de tacos desde hace 20 años- pasó por mí y me llevó a uno de esos clásicos puestos callejeros de lámina blanca a comer tacos de suadero. Los típicos de muerte lenta.
De todas las bendiciones que me ha dado el Señor, la que más le agradezco es mi resistente sistema digestivo. Amo mi estómago, mis intestinos y mi colon. Puedo comer cualquier porquería, cualquier insalubre alimento, y ahí está mi estómago, haciendo lo suyo. No se inmuta, todo lo recibe, y todo lo digiere. Y así voy por la vida; comiendo deliciosas cochinadas. Gracias, Señor, por este estómago de neandertal.