En las noches cracovianas, el último trago se bebe en Decafencja (léase Decafencia), y ahí estábamos Marcos y yo, como en incontables noches; él con su última cerveza, yo con mi último pigwówka.
Es un bar pequeño, tendrá unas diez mesas y una barra chiquitita; es más bien cutre, decadente como lo sugiere el nombre, pero siempre hay buen rock y a buen volumen; hay también un juego de dardos en un rincón, entre cajas vacías y el lugar por donde pasa el barman cuando sale a limpiar alguna mesa, por lo que, cuando hay algún borracho jugando, los dardos pasan zumbándole la cabeza a alguno de los tres trabajadores que se turnan: el de pelo largo, el calvo o el borracho. Ayer, por supuesto, estaba el borracho. Una sola persona atiende todo el bar y es más que suficiente. Eso sí, si el barman sale a fumar, se cierra la barra.
Las mejores charlas con los mejores amigos de esta ciudad, las más divertidas y las más tristes han ocurrido en Decafencja. Es un bar de personajes, y no hay Erasmus, ni estudiantes ni grupos enormes de ingleses ruidosos. En cambio, en las incontables noches decafencianas, siempre ha habido alguien durmiendo en la barra o en alguna mesa. Siempre siempre. Eso no falla.
Ayer había personajes, por supuesto: una pareja cuarentona borrachísima que bailaba AC/DC entre dos mesas; un polaco muy bajito y rechoncho apoltronado en la barra; una pareja medio dark junto al baño; junto a los dardos un grupo muy heterogéneo de seis o siete personas: un tipo con camisa a rayas muy elegante, un hombre mayor que llevaba tirantes y cinturón, un chico con la cara y el cráneo llenos de tatuajes, su novia -atuendo gótico pero sin tatuajes-, y otros dos a los que honestamente no vi bien.
Pero no había ningún borracho dormido. Por primera vez en seis años, no había nadie dormido. Ni en la barra ni en ninguna mesa.
Mientras bebíamos la segunda ronda –que ahora sí sería la última- Marcos me preguntó si alguna vez había escrito algo sobre Decafencja. Le contesté que no, aunque si hay algún bar del que se podrían escribir buenas historias sería precisamente de ese. Le dije que aunque no sabía muy bien por qué –puesto que no se parecen- Decafencja me recuerda siempre al bar de esa película con Patrick Swayze, Road House. Quizá lo único similar sea la música. En fin, como Marcos no conocía la película, cambiamos de tema.
Pero como si Decafencja nos estuviera escuchando, o se sintiera en deuda o supiera que yo estaba empezando a decirle adiós, en menos de 5 minutos cayó dormido un tipo del rincón que diez minutos antes estaba con su novia, o lo que fuera. La chica ya no estaba en el bar, y él, solo, con su cerveza llena, fue dejando caer la barbilla sobre el pecho en cámara lenta, y ahí quedó.
Marcos y yo asentimos sonriendo sin decir nada.
En ese momento se escuchaba algo de The Doors, cuyos covers hechos por Jeff Healey Band aparecen precisamente en la película Road House, y como si Decafencja de verdad nos estuviera oyendo, empezó la pelea.
Contrariamente a lo que se dice, esta fue como en cámara lenta. El chico con la cara tatuada estaba de pronto en la puerta del baño abrazado a otros dos chicos de otra mesa, los chicos trataban de zafarse pero el tatuado gritaba y ponía cara de loco, pero de loco alegre, por lo que en un momento pensamos que estaban bromeando.
Les digo, todo como en cámara lenta –y no, ni Marcos ni yo estábamos borrachos, la pelea de verdad fue en cámara lenta-. El tatuado soltó un golpe, los dos chicos respondieron, pero estaban tan apretujados y abrazados en el rincón de la puerta del baño que no golpeaban nada. Tenían además tantas capas de ropa –supongo que acababan de salir a fumar- que era como ver pelear a dos botargas. Trataron de separarlos, se calmaron un poco, volvieron a trenzarse –esta vez solo el tatuado y uno de los otros chicos-.
Y entonces Decafencja fue ese bar de Road House: cayeron al suelo, voltearon mesas, volaron cervezas, sillas, alguien se resbaló y cayó, alguien más soltó puntapiés y no atinó; el tatuado y su rival –que llevaba chamarra roja- rodaron casi hasta la puerta del bar, se pusieron de pie, se empujaron fuera, se golpearon un poco más y volvieron a entrar al bar tirando mesas y cervezas, cayeron de nuevo; la novia del tatuado soltaba patadas y gritaba, los amigos del de la chamarra roja tiraban golpes también, la pareja borrachísima que antes bailaba AC/DC trataba de separar al tatuado, el polaco bajito y rechoncho aventó al de la camisa a rayas sobre una mesa, algunos cuadros de la pared cayeron rotos, la pareja medio dark de la barra tomó sus cosas y salió del bar sin hacer gesto alguno, y el tipo de cinturón y tirantes puso una silla contra la puerta para que no entraran los demás amigos del de la chamarra roja, que en realidad le estaba dando una buena madriza al tatuado.
Marcos y yo mirábamos la escena, de pie, con nuestros tragos en mano, y el barman estaba tan borracho que no sabía ni qué hacer, así que no hacía nada, lo observaba todo sentado en la barra.
Como el tatuado y su rival estaban tan unidos y rodaban por el bar como si fueran uno, alguien gritó que los dejaran solos, que nadie más se metiera, y así fue, pero después de unos minutos dejaron de rodar y de moverse. Ya no se sabía eran dos chicos peleando, o manoseándose, o a punto que quedarse dormidos. Fue entonces cuando el barman reaccionó y sacó de detrás de la barra un enorme tanque de oxígeno, de esos verdes viejos y oxidados, como para inflar globos, y yo pensé que iba a sorrajárselo en la sien, como en Road House, pero no, simplemente abrió la válvula y les soltó el potente chorro de gas directamente sobre las cabezas.
Parece que el tanque no estaba lleno, porque en menos de diez segundos se acabó el gas. Y el barman volvió a sentarse en la barra. Ya había hecho lo que podía.
Finalmente los separaron. Eso activó un poco la pelea de nuevo y hubo dos o tres golpes más. El tatuado salió arrojado, diciendo que traería a la policía. Qué puto, dijimos Marcos y yo.
Cuando todo parecía haberse calmado, y algunos se acercaban de nuevo a la barra a pedir otro trago, al barman le llegó el enojo y comenzó a gritar que nos fuéramos, que a la mierda todos y todo. El polaco bajito y rechoncho trató de calmarlo pero fue inútil; la pareja que antes bailaba AC/DC empezó a acomodar las mesas y a levantar cristales del suelo, como niños limpiando su cuarto para que su madre no los castigue, pero también fue inútil. A la mierda todos, se cierra el bar, dijo.
Dacafencja, por primera vez, cerrado. Salimos cabizbajos, como niños a quienes la vecina les quita la pelota por echarla a su patio. Empezamos a caminar sobre Sławkowska, pero a los diez pasos Marcos y yo nos detuvimos casi al mismo tiempo y nos miramos.
¡Güey, el borracho!
¡Tío, el borracho!
Solo entonces reparamos en que durante toda la pelea, el borracho del rincón no se había despertado. Habían volado sillas y personas, cristales rotos, un tanque de oxígeno, los gritos del barman… y el tipo no se había enterado de nada. Seguía dormido en su rincón.
El mejor bar de Cracovia nunca falla. Lo saben Nacho y Guillem, y Ewe, y Ochoa, y Paula, y Jairo y la gente más entrañable que me ha dado esta ciudad. Y sin embargo nunca he podido escribir nada sobre Decafencja. Sé que le debo, al menos, una buena historia. Espero poder escribirla algún día.
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