De todas las constantes quejas que escucho últimamente –no sé si porque en invierno la gente se queja más o yo me vuelvo más susceptible a las quejas-, que si la contaminación en Cracovia, que si lo cara que es la vida, que si el tráfico, ninguna me molesta tanto como la del frío. Esa sí que me pone mal.
Qué frío hace, escucho a alguien decir con malestar. Y pienso dos cosas: una, estamos en Polonia, y es enero, ¿qué esperabas? Y dos, sí, hace frío, pero lo sentimos solamente durante los diez o quince minutos que pasamos fuera.
Gran parte de Europa está teniendo un invierno inusualmente frío. Hace una semana llegamos a estar casi 30 grados bajo cero aquí en Cracovia, y claro, no hablábamos de otra cosa. Esto ya es demasiado, me estoy congelando; tengo que llevar doble pantalón y dos pares de calcetines; yo puse la calefacción a todo y aun así tenía frío; tuve que comprar uno de esos calentadores portátiles de IKEA porque seguía sintiendo frío en los pies; para la bici, cómprate unos guantes como estos, mira, son térmicos, los encuentras en Amazon; vi en Internet que mañana va a estar igual; yo no salgo de casa este fin de semana…
Es curioso, hace tres semanas, en Navidad, a cero grados y sin un solo copo de nieve, tampoco estábamos contentos. Qué clase de Navidad es esta sin nieve, ya no es lo mismo que hace diez años, estos ya no son inviernos como los de antes, todavía no se puede esquiar porque no hay suficiente nieve.
Qué decepción de invierno.
Y pienso en esas palabras con las que manifestamos nuestro malestar cuando de verdad llega el frío, como hace una semana. Calefacción a todo, doble pantalón, calentador portátil de IKEA, guantes térmicos de Amazon, quedarse en casa.
Aun con todo eso, nos quejamos del frío. De lo engorroso que es entrar a un café o restaurante y pasar dos minutos desenvolviéndote, quitándote todas las capas que traes puestas, y pasar, después, otros dos minutos poniéndote todo –suéter, abrigo, guantes, bufanda, gorro- antes de volver a salir. Cómo fastidia eso de tener que ponerte y quitarte tantas cosas cada vez que entras a un lugar; cómo fastidia que te llamen por teléfono y que tengas que quitarte un guante para contestar, o que cambien la ruta del tranvía sin avisar y tengas que caminar quinientos metros o esperar quince minutos hasta que llegue el otro.
Nuestro frío se reduce a lapsos de quince minutos, porque prácticamente todos los tranvías, autobuses, coches, casas y establecimientos tienen calefacción.
Y mientras aquí caminamos quinientos metros hasta la parada del tranvía, o de nuestra puerta al coche, o del coche a la oficina (hoy tuve que dejar el coche dos cuadras más allá y caminé casi el doble, qué barbaridad); mientras nos decidimos frente al espejo si nos ponemos la bufanda negra o la gris, el gorro de lana –aunque a veces ese pica un poco- o el de polar; mientras lidiamos con esas complicadas decisiones invernales, en los campos de refugiados de Grecia hay 60 mil personas muriéndose de frío. Otras 8 mil en los campos de Serbia (dos mil durmiendo en edificios abandonados en Belgrado a 20 grados bajo cero). Ahí están las fotos, los reclamos, las protestas de decenas de periodistas, voluntarios, ONG, fotógrafos. Nos lo siguen mostrando pero no queremos verlo. Qué ganas de arruinarnos el desayuno, con los problemas que de por sí ya tenemos.
Están ahí, a las puertas de Europa –la región más civilizada del mundo, la ilustrada, la democrática, la tolerante- y se están muriendo de frío.
No, no, no es eso que te imaginas. No es ese frío que aquí sentimos cuando caminamos hacia la parada del tranvía; ese que solo pega un poco en la cara porque el resto del cuerpo lo traemos bien cubierto con cinco capas de ropa térmica. No es ese frío, es otro que nosotros no conocemos. Lo repito: se están muriendo de frío, SE ESTÁN CONGELANDO VIVOS. Igual que hace setenta años se morían de frío en Auschwitz o en los campos del Gulag, hoy se congelan en los campos de refugiados.
A diferencia de hace setenta años, hoy podemos tener la información en tiempo real, ver fotos, escucharlos. Al igual que hace setenta años, sigue sin importarnos un carajo.
Tenemos dos o tres pares de guantes –dependen de la ocasión o de si combinan bien con el abrigo que escoja para ese día-, varios gorros y bufandas para elegir, botas térmicas, pantalones de esquí, calefacción en casa, en el trabajo y en el coche.
Y tenemos también los santos huevos para quejarnos del frío.
17 enero, 2017 at 5:21 pm
Nada cambia Merino, no aprendemos nada
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