Hay un río que cruza la ciudad,

y en la ribera,

sobre una pequeña colina,

se levanta un castillo.

 

No, no es un cuento,

pero sí una ciudad de cuento.

 

Cracovia y sus habitantes

ven pasar los veranos

desde hace más de un milenio.

 

Ni propios ni extraños sabemos explicar

qué conjuro habita en sus calles,

pero todos volvemos.

 

Detrás del castillo,

por la calle Kanonicza en penumbras,

Aneta vuelve a casa sin apurar el paso,

Paulina sube sin miedo a un tranvía casi vacío,

y dos chicos se cruzan con Dominika en un callejón,

pero ella no aprieta los dientes ni contrae el estómago,

ni se lleva la mano al bolso buscando las llaves

o algún objeto de metal para golpear, si es necesario.

 

Dagmara, después de tres cervezas en un bar de Podgórze,

vuelve a casa en taxi pero no activa la localización en tiempo real

para que la vea su novio,

Karolina no se quita los audífonos al llegar al parque,

Julia no manda un mensaje a su madre

diciendo que volvió a casa sin problemas,

Agnieszka no siente esa momentánea punzada de terror

cuando ve a ese hombre cambiar de acera,

Klaudia no le envía la foto del conductor de Uber a su hermana,

Zuzanna no tensa los músculos cuando pasa frente a un grupo

de hombres que beben en una esquina…

 

Y no,

no es un cuento,

hay un río y un castillo,

es verano y las mujeres vuelven solas a casa

sin mirar sobre su hombro,

andando o en autobús,

de noche o de madrugada.

 

Y nadie las sigue,

nadie las toca,

nadie las mata.