El libro que Ochoa me compró es uno de los mejores regalos que alguien me ha comprado. No sólo por el libro en sí, sino por el lugar donde lo compró y por todas las peripecias que tuvo que pasar para traérmelo hasta Polonia.
Hace unos años me fui a vivir a Chiapas a trabajar como profesor de Lengua y Literatura. La verdad es que me fui porque pensaba que sería un profesor rural, que viviría en medio de la selva Lacandona, y que llevaría una vida sencilla y tendría tiempo para escribir mi tesis de maestría.
Al siguiente día de haber llegado a Chilangolandia, mi carnal El Gordo –con quien he comido cientos y cientos de tacos desde hace 20 años- pasó por mí y me llevó a uno de esos clásicos puestos callejeros de lámina blanca a comer tacos de suadero. Los típicos de muerte lenta.
Me bajé del autobús mucho antes de donde debía, y en cuanto este se perdió en el horizonte supe que la había cagado. Me encontraba de pronto en medio de una carretera rural, sin nada vivo a la vista, en algún rincón olvidado de Letonia.
En general las direcciones funcionan así. Calle, número, ciudad –estado o región, a veces-, país y código postal. Cinco o seis datos, nada más. No es necesario agregar otra cosa, pero en México complicamos las cosas, y no sé si lo hacemos porque somos idiotas, ignorantes, inocentes, o simplemente porque nos gusta joder al otro, o sea, por cabrones.
Da lo mismo 38 que 48 grados, eso es, simple y llanamente, un pinche calor de la chingada. Y lo mismo pasa del lado opuesto con el frío, algo que aquí en Polonia es constante. A veces hace frío, mucho frío, frío con sol, o hasta frío rico, pero por ahí de los 15 grados bajo cero, ya no importa. Lo mismo da -15 que -25. Eso es, simplemente, un chingo de frío.
Cinematográficamente, soy un “cachorro del imperio”: de niño quería ser como Mad Max, y últimamente como Denzel Washington en The book of Eli, o como Viggo Mortensen en The road. Un mundo devastado, casi deshabitado, gris, y algunos humanos desperdigados por ahí, buscándose, o huyéndose. Son años de educación hollywoodense; decenas de películas post-apocalípticas que han alimentado esa idea. No sé, sencillamente me parece interesante. Una parte de mí fantasea con ese escenario.
Es definitivo. Te me vas. Lo confirmo más cada día, cuando en mi almohada aparecen otros treinta o cuarenta cadáveres de lo que alguna vez fue una abundante cabellera; lo confirmo en la coladera del baño, en el piso, en el lavabo. Lo nuestro ya no lo arregla ni Dios.
Supe entonces que lo del alcoholímetro iba en serio. Supe que tenía que comprarle luces a la bici de inmediato. El problema es que siempre me acuerdo en las noches y las tiendas ya están cerradas, así que estas dos semanas, cuando salgo del trabajo y recuerdo nuevamente que no traigo luces, tengo que caminar con la bici hasta mi casa, con un frío que te cagas.