Los primeros días en un país nuevo son siempre los más estresantes; empezar a manejarte con cierta soltura por la ciudad, entender cómo funciona el transporte público, los taxis, el flujo urbano, echar una ojeada a las tiendas para saber qué hay y qué no hay, cómo se pagan los distintos servicios, hacerte una idea de cuánto cuestan las cosas aquí (haciendo inevitablemente el cambio mental a la moneda de tu país para saber si algo es caro o no). Los primeros días son una larga cadena de estresantes trámites que se contradicen: en la India, algo tan sencillo como comprar una SIM con un número nuevo para tu teléfono requiere muchos documentos: fotografías, pasaporte, visa, pagos, una breve entrevista telefónica, contar con una dirección provisional, y además, esperar 1 día para la activación. Sin una línea telefónica no puedes usar el Internet de los cafés ni de ningún lugar público, pues todos te envían un código a tu teléfono para poder acceder. Y sin Internet es muy complicado buscar un departamento para vivir, y sin un contrato de alquiler a tu nombre es imposible registrarse en la oficina de extranjeros, cuyo trámite debes realizar en los primeros 14 días de tu llegada a la India. Es encabronadamente burocrático y estresante, pues cada trámite te exige otro previo. Y así se te van los días y las rupias durante tus primeras dos semanas, tratando de adaptarte a un sistema al que no perteneces.
Finalmente, a dos día de que se me venza el plazo para registrarme ante el gobierno indio, encuentro un anuncio en un portón, en Lajpat Nagar, una colonia tranquila en South Delhi de la que ya me habían hablado. Se renta departamento amueblado, segundo piso, AC, una habitación, cocina, baño, balcón. Vaya –pienso mientras al final de la calle se puede ver un templo de Ganesha-, parece que los Dioses me sonríen.
Abre la puerta el hijo del propietario y me muestra el departamento. Me dice que su padre está por llegar, que si quiero esperarlo. Me ofrece un chai y conversamos un poco; su inglés es mucho más entendible que el del resto de indios con los que he hablado hasta ahora (el cual en realidad es una mezcla de hindi e inglés; hinglish, lo llaman algunos extranjeros).
Llega el propietario –turbante rojo, bigote largo y enrollado en las puntas y barba estilo ZZ Top-, me presenta a su mujer –vestido multicolor, trenza hasta la cintura y anillos en los dedos de las manos y de los pies-, me preguntan el motivo de mi estancia en la India, y hablamos de los detalles del contrato.
La casa está llena de pequeñas estatuas e imágenes de Buda, de Shiva, de Brahma, de Vishnú y de otros tantos Dioses que no conozco, y mi asombro debe de ser evidente, porque el hombre –se ha presentado como señor Bedi, pero no sé si es su nombre o su apellido- comienza a explicarme un poco de cada uno (este es Agni, el Dios del Fuego, del Sol y de los Sacrificios; esta es Kali, la Diosa de la Muerte; este es Hanuman, el Dios-Mono; esta es Ganga, hermana de Parvati). Me explica también que ellos son sikh, que es la cuarta religión más importante en la India (y aunque sólo representa el 2% de la población, aquí el 2% significa casi 20 millones de fieles). Yo pregunto cauteloso en qué consiste, a grandes rasgos, la religión sikh, y el señor Bedi me explica amablemente que creen en un único Dios creador, en las enseñanzas de los diez gurús y en el Granth-Sahib, su libro sagrado. Me pregunto en silencio por qué hay estatuitas de dioses hindúes e imágenes de Buda si los sikh son monoteístas, pero creo que no es momento de preguntarlo; no entiendo un carajo. Por si el bombardeo cultural-lingüístico-religioso fuera poco, me presentan a Sita, la chica que hace la limpieza de la casa. Ella se inclina y junta las manos a la altura del pecho y susurra un tímido namasté, y yo no sé si saludarla de mano sea correcto, así que hago lo mismo y digo namasté con acento bien mexicano. El señor Bedi me explica que Sita no habla inglés pero lo entiende un poco (habla hindi y punjabi), y que hará la limpieza de mi departamento todos los días: barrer, trapear, lavar los trastes y la ropa, y si quiero, también cocinar. Yo le digo que no es necesario, que lo único que me vendría bien es lo de lavar la ropa, pero que el resto de cosas las hago. El señor Bedi y su esposa me miran como si hubiera insultado a Gandhi, me dicen que no es posible, que los hombres no pueden hacer eso y que para eso está Sita. Y parece mejor no contradecirlos.
Al firmar el contrato, el señor Bedi me pregunta el nombre de mi padre.
-¿El nombre de mi padre? –respondo titubeante-, ¿todo su nombre, completo?
-No, no, solo su nombre, su nombre.
-Alejandro, igual que yo.
-Ok, ok –el señor Bedi redacta el la computadora los detalles del contrato. Cinco minutos después lo firmo, me despido y me voy a mi hostal a empacar mis cosas para mudarme al siguiente día. Al revisar el contrato reparo en un detalle interesante. Comienza diciendo: El presente contrato de arrendamiento se lleva a cabo de manera voluntaria entre Bedi, hijo de Daljeet, y Alejandro David, hijo de Alejandro, en la ciudad de Delhi a los 14 días…
Me acomodo en un sillón y por primera vez me pongo a leer con interés un contrato de arrendamiento, esperando encontrar otro detalle así de literario. En la cláusula 14 lo encuentro:
“El inquilino se compromete a reparar los daños, y a reemplazar, de ser necesario, cualquier objeto dañado durante el periodo del contrato, excepto aquellos que se deriven del desgaste por uso normal de los mismos, o por los actos y voluntad de los Dioses”.
Mañana mismo iré al bazar de Old Delhi a comprar estatuitas de Brahma y de toda su descendencia.
Y que sea lo que quieran los Dioses.
.
Deja una respuesta