Quizá porque sé que estas son mis últimas semanas aquí, porque recorro otra vez todos los bares y cafés que puedo, porque empiezo a despedirme de Cracovia, me vienen a la mente algunos textos que he venido posponiendo desde hace mucho; fragmentos, escenas que he querido escribir desde hace meses, algunas incluso años, y que he ido dejando para otro día. Quizá porque durante más de 5 años pensé que siempre habría otro día. Que este domingo no se acabaría nunca.

Al recorrer esta ciudad, ya no queriendo descubrirla sino queriendo conservarla, me doy cuenta de que me cuesta mucho escribir un texto si no tengo claro el final. Me paso días o semanas dándole vueltas a la idea inicial pero no me atrevo a sentarme y empezar a escribirla por miedo a que se me quede a la mitad.

Llevo mucho tiempo queriendo contar, por ejemplo, la historia de Reza, el iraní que me recibió en su casa en Armenia, y a quien después pude devolverle el favor y hospedarlo en mi casa cuando se mudó a Polonia; Reza, el iraní con cuya familia pasé un año nuevo cristiano en Yereván y un año nuevo persa en Cracovia, bailando una música maravillosa y comiendo arroz colectivamente, directo de la olla, con las manos. O queriendo contar algo sobre mi amigo Guillem y su familia; sobre lo fascinante que me resulta ver a esas familias lingüísticamente mixtas –tan normales para los europeos, tan raras para un mexicano-, y escuchar a mi amigo hablar en catalán con su madre, en español con su padre, en inglés con su novia croata y en polaco con el camarero del bar, y cambiar de una lengua a la otra sin darse cuenta, todo en una misma charla; a mi amigo Goyo hablando en slang venezolano con su madre, en inglés con su novia polaca, en portugués con su padre y en gallego con su abuelo, y todos hablándose en lenguas diferentes y todos respondiéndose. O contar algo sobre Tatyana, nacida en un país que ya no existe –la URSS-, y a quien solamente el vodka, las películas de terror o mi lascivia le hacen soltar frases en ese ruso tan melodioso; Tatyana, cuyo nombre no puede decirse en diminutivo en polaco porque suena muy cómico, o muy ofensivo.

Llevo también más de un año queriendo escribir la historia –mi historia- con el café Prowincja y Szymborska, pero no sale. No hay final, y si no hay final es porque –ahora me voy dando cuenta- en realidad no tengo una historia; son escenas, fragmentos, anécdotas, pero no historias.

Con todo y eso, y puesto que estas son mis últimas semanas en esta ciudad, me he propuesto contarlas así, sin buscarles empecinadamente un final, e ir publicándolas como salgan, durante las siguientes semanas. Sé que en un mes esas escenas empezarán a diluirse y quizá no las escriba nunca, así que trataré de contarlas sin más adornos.

Pensándolo bien, los finales siempre me han arruinado las mejores historias, así que puede ser mejor que algunas no lo tengan.

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